La Ascensión de Nuestro Señor

LA ASCENSIÓN DE NUESTRO SEÑOR

FIESTA DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

El día de la Ascensión se celebra justo cuarenta días después del domingo de resurrección, durante el “Tiempo Pascual”.

En esta fecha se conmemora la Ascensión del Señor al cielo, en presencia de sus discípulos, tras anunciarles que les enviaría el Espíritu Santo. Es un día festivo en muchos países del mundo, siendo una festividad muy antigua que muestra la glorificación de Jesús.

Todo un contrapunto a la humillación sufrida durante el suplicio y la muerte que representa la Semana Santa.

Jesucristo dijo en el Cenáculo: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, el Abogado no vendrá a vosotros…» El Espíritu viene a costa de la partida de Cristo… partida que era conveniente, porque gracias a ella vendría otro Paráclito. Y se ha quedado con nosotros para siempre en la Eucaristía.

¡La Ascensión es el triunfo supremo! ¡Es la apoteosis final del Hijo del hombre humillado hasta la muerte en la Cruz!

El fruto de este Misterio es un deseo ardiente por el Cielo: «Mira el cielo, anhela el cielo, piensa en la Eternidad.»

Paradójicamente, la Puerta del Cielo es la humildad y el Camino del Cielo es el amor; el que no vive del amor no vive de Dios.

“Pequeños, pedid el don de la humildad, el don de la pequeñez, porque esos pequeños son los que entrarán en la gloria de Jesús, porque la Puerta del Cielo es muy baja, muy pequeña.

Hijos míos, abandonen el orgullo y sean tan sencillos y tan pequeños para que en la Gloria de mi Hijo sean tan grandes y tan gloriosos. No tengan miedo de la pequeñez, no teman a la humildad, porque en eso consiste la alegría perfecta en ser tan pequeños aquí, para que sean tan grandes con nosotros, en el Cielo y la Tierra Nueva de la Celestial Jerusalén.
21 de mayo, 2017 – Corazón Doloroso e Inmaculado de María
Elevemos los ojos al cielo, con la confianza de un niño, porque es en el camino de la infancia espiritual, siendo hijos del Reino de Dios, que se descubre a Dios que es Amor Infinito.

Y en el Reino de los Cielos los que se hagan como niños son los que entrarán. Es decir, los que han confiado en Dios, los que han visto en Dios un padre, un amigo, un consejero, una Roca Firme y Sabiduría Eterna.

Las almas que han levantado sus ojos al Cielo, con mirada confiada en Dios, son las almas que agradan y consuelan al Corazón de Jesús.

24 Enero 2018 – Casto y Amante Corazón de San José


También se nos dice en el Evangelio por dos hombres vestidos de blanco que «Jesús volverá de la misma manera que fue llevado» Hechos 1:9 y rezamos en el Credo que «Subió a los cielos y está sentado a la diestra del padre». Por María vino Dios al mundo en la Segunda Persona de la Trinidad, y por María volverá como está escrito.

Mi Corazón Inmaculado fue el discípulo y apóstol fiel de Jesús porque guardaba todas las cosas en mi Corazón y, así como mi Hijo Jesucristo vino al mundo nacido y encarnado, hecho hombre por ustedes, por Mí. Así también, mi Doloroso e Inmaculado Corazón de Madre lo traerá de nuevo, porque verán al Hijo del Hombre a la derecha del Padre venir en Gloria y Majestad… 31 Agosto 2014 – Doloroso e Inmaculado Corazón de María
LA ASCENSION DE NUESTRO SEÑOR

Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger
La inefable sucesión de los misterios del Hombre- Dios está a punto de recibir su último complemento. Pero el gozo de la tierra ha subido hasta los cielos; las jerarquías angélicas se disponen a recibir al jefe que les fue prometido, y sus príncipes están esperando a las puertas, prestos a levantarlas cuando resuene la señal de la llegada del triunfador. Las almas santas, libertadas del limbo hace cuarenta días, aguardan el dichoso momento en que el camino del cielo, cerrado por el pecado, se abra para que puedan entrar ellas en pos de su Redentor. La hora apremia, es tiempo que el divino Resucitado se muestre y reciba los adioses de los que le esperan hora por hora y a quienes El dejará aún en este valle de lágrimas,

EN EL CENÁCULO

Súbitamente aparece en medio del Cenáculo. El corazón de María ha saltado de gozo, los discípulos y las santas mujeres adoran con ternura al que se muestra aquí abajo por última vez. Jesús se digna tomar asiento en la mesa con ellos; condesciende hasta tomar parte aún en una cena, pero ya no con el fin de asegurarles su resurrección, pues sabe que no dudan; sino que, en el momento de ir a sentarse a la diestra del Padre, quiere darles esta prueba tan querida de su divina familiaridad. ¡Oh cena inefable, en que María goza por última vez en este mundo del encanto de sentarse al lado de su Hijo, en que la Iglesia representada por los discípulos y por las santas mujeres está aún presidida visiblemente por su Jefe y su Esposo!

¿Quién podría expresar el respeto, el recogimiento, la atención de los comensales y describir sus miradas fijas con tanto amor sobre el Maestro tan amado? Anhelan oír una vez más su palabra; ¡les será tan grata en estos momentos de despedida!… Por fin Jesús comienza a hablar; pero su acento es más grave que tierno. Comienza echándoles en cara la incredulidad con que acogieron la noticia de su resurrección En el momento de confiarles la más imponente misión que haya sido transmitida a los hombres, quiere invitarles a la humildad. Dentro de pocos días serán los oráculos del mundo, el mundo creerá sus palabras y creerá lo que él no ha visto, lo que sólo ellos han visto.

La fe pone a los hombres en relación con Dios; y esta fe no la han tenido, desde el principio, ellos mismos: Jesús quiere recibir de ellos la última reparación por su incredulidad pasada, a fin de establecer su apostolado sobre la humildad.

LA EVANGELIZACIÓN DEL MUNDO

Tomando enseguida el tono de autoridad que a él sólo conviene, les dice: “Id al mundo entero, predicad el Evangelio a toda creatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que no crea, se condenará”2. Y esta misión de predicar el Evangelio en el mundo entero; ¿cómo la cumplirán? ¿Por qué medio tratarán de acreditar su palabra? Jesús se lo indica: “He aquí los milagros que acompañarán a los que creyeren: arrojarán los demonios en mi nombre; hablarán nuevas lenguas; tomarán las serpientes con la mano; si bebieren algún veneno, no les dañará; impondrán sus manos sobre los enfermos, y los enfermos sanarán’”.

Quiere que el milagro sea el fundamento de su Iglesia como El mismo lo escogió para que fuese el argumento de su misión divina. La suspensión de las leyes de la naturaleza anuncia a los hombres que el autor de la naturaleza va a hablar; a ellos sólo les toca entonces escuchar y someterse humildemente.

He aquí pues a estos hombres desconocidos del mundo, desprovistos de todo medio humano, investidos de la misión de conquistar la tierra y de hacer reinar en ella a Jesucristo. El mundo ignora hasta su existencia; sobre su trono, Tiberio, que vive entre el pavor de las conjuraciones no sospecha en absoluto esta expedición de un nuevo género que va a abrirse y llegará a conquistar al imperio romano. Pero a estos guerreros les hace falta una armadura, y una armadura de temple celestial. Jesús les anuncia que están para recibirla. “Quedaos en la ciudad, les dice, hasta que hayáis sido revestidos del poder de lo alto’”. ¿Cuál es, pues, esta armadura? Jesús se lo va a explicar. Les recuerda la promesa del Padre, “esta promesa, dice, que habéis oído de mi boca. Juan ha bautizado en agua; pero vosotros, dentro de pocos días, seréis bautizados en el Espíritu Santo”.

HACIA EL MONTE DE LOS OLIVOS

Pero la hora de la separación ha llegado. Jesús se levanta y todos los asistentes se disponen a seguir sus pasos. Ciento veinte personas se encontraban reunidas allí con la madre del triunfador que el cielo reclamaba. El Cenáculo estaba situado sobre el monte Sión, una de las colinas que cerraba el cerco de Jerusalén. El cortejo atraviesa una parte de la ciudad, dirigiéndose hacia la puerta oriental que se abre sobre el valle de Josafat. Es la última vez que Jesús recorre las calles de la ciudad réproba. Invisible en adelante a los ojos de este pueblo que ha renegado de El, avanza al frente de los suyos, como en otro tiempo la columna luminosa que dirigió los pasos del pueblo israelita.

¡Qué bella e imponente es esta marcha de María, de los discípulos y de las santas mujeres, en pos de Jesús que no debe detenerse más que en el cielo, a la diestra del Padre! La piedad de la edad media la celebraba en otro tiempo por una solemne procesión que precedía a la Misa de este gran día. Dichosos siglos, en que los cristianos deseaban seguir cada uno de los pasos del Redentor y no sabían contentarse, como nosotros, de algunas vagas nociones que no pueden engendrar más que una piedad vaga como ellas.

LA ALEGRÍA DE MARÍA

Se pensaba también entonces en los sentimientos que debieron ocupar el corazón de María durante los últimos instantes que gozó de la presencia de su hijo. Se preguntaba qué era lo que más pesaba en su corazón maternal, si la tristeza de no ver más a Jesús, o la dicha de sentir que iba por fin a entrar en la gloria que le era debida. La respuesta venía al punto al pensamiento de esos verdaderos cristianos, y nosotros también, nos la damos a nosotros mismos. ¿No había dicho Jesús a sus discípulos: “¿Si me amaseis, os alegraríais de que fuese a mi Padre?’”. Ahora bien, ¿quién amó más a Jesús que María?

El corazón de la madre estaba pues alegre en el momento de este inefable adiós. María no podía pensar en sí misma, cuando se trataba del triunfo debido a su hijo y a su Dios. Después de las escenas del Calvario, podía ella aspirar a otra cosa que a ver al fin glorificado al que ella conocía por el soberano Señor de todas las cosas, al que ella había visto tan pocos días antes, negado, blasfemado, expirando en medio de los dolores más atroces.

El cortejo ha atravesado el valle de Josafat y ha pasado el torrente del Cedrón; se dirige por la pendiente del monte de los Olivos. ¡Qué recuerdos vienen a la memoria! Este torrente, del que el Mesías había bebido el agua fangosa en sus humillaciones, se ha convertido hoy para El en el camino de la gloria. Así lo había anunciado David. Se deja a la izquierda el huerto que fué testigo de la Agonía, la gruta en que fué presentado a Jesús y aceptado por Él, el cáliz de todas las expiaciones del mundo. Después de haber franqueado un espacio que San Lucas calcula como el que les era permitido recorrer a los judíos en día de Sábado, se llega al terreno de Betania a esta aldea en que Jesús buscaba la hospitalidad de Lázaro y de sus hermanas. Desde este rincón del monte de los Olivos se dominaba Jerusalén que aparecía majestuosa con su templo y sus palacios.

Esta vista emocionó a los discípulos. La patria terrestre hace aún palpitar el corazón de estos hombres; por un momento olvidan la maldición pronunciada sobre la ingrata ciudad de David, y parecen no acordarse ya de que Jesús acaba de hacerles ciudadanos y conquistadores del mundo entero. El delirio de la grandeza mundana de Jerusalén les ha seducido de repente y osan preguntar a Jesús su Maestro: “Señor, ¿es este el momento en que establecerás el reino de Israel?”

Jesús responde a esta pregunta indiscreta: “No os pertenece saber los tiempos y los momentos que el Padre ha reservado a su poder.” Estas palabras no quitaban la esperanza de que Jerusalén fuese un día reedificada por Israel convertido al cristianismo; pues este restablecimiento de la ciudad de David no debía tener lugar más que al fin de los tiempos, y no era conveniente que el Salvador diese a conocer el secreto divino. La conversión del mundo pagano, la fundación de la Iglesia era lo que debía preocupar a los discípulos. Jesús los lleva inmediatamente a la misión que les dio momentos antes: “Vais a recibir, les dice, el poder del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra’”.

LA ASCENSIÓN AL CIELO

Según una tradición que remonta a los primeros siglos del cristianismo, era el medio día la hora en que Jesús fue elevado a la cruz cuando, dirigiendo sobre la concurrencia una mirada de ternura que debió detenerse con complacencia filial sobre María, elevó las manos y les bendijo a todos. En este momento sus pies se desprendieron de la tierra y se elevó al cielo.

Los asistentes le seguían con la mirada; pero pronto entró en una nube que le ocultó a sus ojos. Los discípulos tenían aún los ojos fijos en el cielo, cuando, de repente, dos Ángeles vestidos de blanco se presentaron ante ellos y les dijeron: “Varones de Galilea, ¿por qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que os ha dejado para elevarse al cielo vendrá un día de la misma manera que le habéis visto subir”. Del mismo modo que el Salvador ha subido, debe el Juez descender un día: todo el futuro de la Iglesia está comprendido en estos dos términos. Nosotros vivimos ahora bajo el régimen del Salvador; pues nos ha dicho que “el hijo del hombre no ha venido para juzgar al, mundo, sino para que el mundo sea por Él, salvado”. Y con este fin misericordioso los discípulos acaban de recibir la misión de ir por toda la tierra y de convidar a los hombres a la salvación, mientras tienen tiempo.

¡Qué inmensa es la tarea que Jesús les ha confiado, y en el momento en que van a dar comienzo a ella Jesús les abandona! Les es preciso descender solos del monte de los Olivos de donde ha partido Él para el cielo, Su corazón, sin embargo, no está triste; tienen con ellos a María, y la generosidad de esta madre incomparable se comunica a sus almas. Aman a su Maestro; su dicha en adelante consistirá en pensar que ha entrado en su descanso.

Los discípulos entraron de nuevo en Jerusalén “llenos de una viva alegría”, nos dice S. Luca, expresando por esta sola palabra uno de los caracteres de esta Fiesta de la Ascensión, impregnada de una tan dulce melancolía, pero que respira al mismo tiempo más que cualquier otra, alegría y el triunfo. Durante su Octava, intentaremos penetrar los misterios y presentarla en toda su magnificencia; hoy nos limitaremos a decir que esta solemnidad es el cumplimiento de todos los misterios del Redentor y que ha consagrado para siempre el jueves de todas las semanas, día tan augusto por la institución de la santa Eucaristía.

MEDITACIÓN DE LA CELEBRACIÓN LITÚRGICA EN EL DIA DE LA FIESTA DE LA ASCENSIÓN

Lección de los Hechos de los Apóstoles.

El primer tratado que he hecho, oh, Teófilo, habla de todo lo que comenzó a obrar y enseñar Jesús, hasta el día en que instruyendo por el Espíritu Santo a los Apóstoles que escogió, fue arrebatado: a los cuales se presentó El mismo vivo después de su pasión con muchas pruebas, apareciéndose a ellos durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios. Y, comiendo con ellos, les ordenó que no se marcharan de Jerusalén, sino que esperaran la promesa del Padre, la que habéis oído (dijo) de mi boca: Porque Juan bautizó ciertamente con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo no muchos días después de estos. Entonces los que se habían reunido, le preguntaron, diciendo: Señor, ¿restaurarás el reino de Dios en este tiempo? Y les dijo: No toca a vosotros saber los tiempos o el momento que el Padre ha puesto en su potestad: pero recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén y en toda Judea, y en Samaría y hasta el fin de la tierra, y habiendo dicho esto, viéndole ellos, se elevó, y una nube lo arrebató de sus ojos. Y, estando, mirando cómo Él se iba al cielo, he aquí que dos varones se pusieron a su lado, con vestidos blancos y les dijeron: Varones Galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús, que se ha elevado de vosotros al cielo, así vendrá, como le habéis visto ir al cielo.

JESÚS SUBE AL CIELO

Acabamos de asistir, siguiendo este relato, a la partida del Emmanuel a los cielos. ¿Hay algo más tierno que la mirada de los discípulos sobre su Maestro que se eleva al cielo bendiciéndoles? Pero una nube viene a interponerse entre Jesús y ellos, y sus ojos impregnados de lágrimas han perdido la huella de su paso. Están solos ya en el monte; Jesús les ha ocultado su presencia visible. ¡Cuán pesada les sería la estancia en este mundo, si su gracia no les sostuviese, si el Espíritu divino no estuviese a punto de bajar sobre ellos y de crear en ellos un nuevo ser! Solo en el cielo volverán a ver a quien, siendo Dios, se dignó ser su Maestro durante tres años y que, en la última Cena, quiso llamarles sus amigos.

Pero no sólo ellos lo lamentan. Esta tierra que recibía temblando de gozo la huella de los pasos del Hijo de Dios, no será ya pisada por sus sagrados pies. Ha perdido esta gloria que esperó tanto tiempo, la gloria de servir de habitación a su autor. Las naciones esperan un Libertador; pero, fuera de Judea y Galilea, los hombres ignoran que ha venido el libertador y ha subido a los cielos. La obra de Jesús, no se ceñirá a estas regiones. El género humano conocerá que ha venido; y, en cuanto a su Ascensión al cielo en ese día, escuchad la voz de la Iglesia que resuena en las cinco partes del mundo y proclama el triunfo del Emmanuel. Diez y nueve siglos han transcurrido desde su partida, y nuestra despedida llena de respeto y de amor se une a la que le dirigieron sus discípulos, cuando subía al cielo. También nosotros lloramos su ausencia; pero nos regocijamos de verle glorificado, coronado y sentado a la diestra de su Padre. Has entrado en tu reposo, Señor; nosotros, a quienes redimiste y conquistaste te adoramos en tu trono. Bendícenos, llévanos a ti, y dígnate hacer que tu última venida sea nuestra esperanza y no nuestro temor.

Los últimos versillos del Aleluya repiten los acentos de David cuando ensalzaba de ante mano a Cristo que sube en su gloria, las aclamaciones de los Ángeles, los ruidosos sonidos de las trompetas celestiales, el magnífico trofeo que el vencedor arrastra tras de sí en esos dichosos cánticos que ha extraído del limbo.

ALELUYA

Aleluya, aleluya. V. Ascendió Dios con júbilo, y el Señor con clamor de trompeta.

Aleluya. V. El Señor, como en el Sinaí, así está en el santuario: subiendo a lo alto, llevó cautiva a la cautividad. Aleluya.

EVANGELIO

Continuación del santo Evangelio según San Marcos.

En aquel tiempo, estando los once discípulos sentados a la mesa, se apareció a ellos Jesús: y les reprochó su incredulidad y su dureza de corazón: porque no creyeron a los que le habían visto resucitado. Y díjoles: Yendo por todo el mundo, predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado se salvará: pero el que no creyere se condenará. Y, a los que creyeren les seguirán estas señales: en mi nombre lanzarán los demonios: hablarán lenguas nuevas: quitarán las serpientes: y si bebieren algo mortífero, no les hará daño: pondrán las manos sobre los enfermos, y sanará. Y el Señor Jesús, después que les habló, fue arrebatado al cielo, y está sentado a la diestra de Dios. Y ellos, partiendo, predicaron por doquier, cooperando con ellos el Señor, y confirmando la palabra con las señales que se sigan.

DESEAR A CRISTO

Después de haber acabado el diácono estas palabras, un acólito sube al ambón, y apaga el Cirio que nos recordaba la presencia de Jesús resucitado. Este rito expresivo anuncia el comienzo de la viudez de la Iglesia y advierte a nuestras almas que, para contemplar en lo sucesivo a nuestro Salvador, nos es preciso mirar al cielo donde él reside. ¡Qué rápido ha sido su paso por aquí abajo! ¡qué de generaciones se han sucedido! ¡qué de generaciones se sucederán aún hasta que se muestre de nuevo!

Lejos de él, la Santa Iglesia siente las tristezas del destierro; sigue sin embargo habitando este valle de lágrimas; porque de la tierra ha de elevar al cielo a los hijos que la ha dado su Esposo divino por medio de su Espíritu; pero le falta la vista de Jesús y si somos cristianos, también a nosotros nos debe faltar. “¡Oh, ¡cuándo llegará el día en que, revestidos de nuevo con nuestra carne, nos lancemos al cielo al encuentro del Señor, para morar con Él eternamente”!’. Entonces, y solamente entonces, alcanzaremos el fin para el que fuimos creados.

Todos los misterios del Verbo encarnado que hemos celebrado hasta aquí debían desembocar en la Ascensión; las gracias que recibimos día por día deben terminarse con la nuestra. “Este mundo no es más que una sombra que pasa”. Y estamos en camino para irnos a juntarnos con nuestro Jefe. En Él está nuestra vida, nuestra felicidad; en vano trataremos de buscarla en otra parte. Todo lo que nos acerca a Jesús es bueno para nosotros; todo lo que nos aleja de Él es malo y funesto. El misterio de la Ascensión es el último destello que Dios hace brillar ante nuestros ojos para mostrarnos el camino. Si nuestro corazón aspira a encontrar a Jesús, es que vive la verdadera vida; si está apegado a las criaturas y no siente atracción de Jesús, imán celestial, es que está muerto.

Levantemos, pues, los ojos como los discípulos y sigamos con el deseo a aquel que sube hoy para prepararnos un lugar. ¡Arriba los corazones! “¡Sursum corda!” Tal es el grito de despedida que nos envían nuestros hermanos que suben en pos del divino Triunfador: es el grito de los santos Ángeles congregados ante el Emmanuel, y que nos invitan a formar parte de sus filas.

Para Antífona del Ofertorio, la Iglesia emplea las mismas palabras que para el primer aleluya. Sólo expresa un pensamiento: el triunfo de su Esposo, la alegría del cielo en la cual quiere que tomen parta también los habitantes de la tierra.

PLEGARIA de VESPERTINAS

¡Oh, nuestro Emmanuel! finalmente has llegado al término de tu obra y hoy mismo te vemos entrar en tu reposo. Al comienzo del mundo, empleaste seis días para disponer todas las partes del Universo creado por tu poder; después de lo cual entraste en tu descanso. Más tarde, cuando resolviste levantar tu obra caída por la malicia del ángel rebelde, tu amor te hizo pasar, durante treinta y tres años, por una sucesión sublime de actos por medio de los cuales se obraron nuestra redención y nuestro restablecimiento en el grado de santidad y de gloria del que habíamos caído.

No olvidaste nada, oh, Jesús, de lo que había sido propuesto en los consejos de la Trinidad, ni de lo que los Profetas habían anunciado de ti. Tu Ascensión concluye la misión que has cumplido en tu misericordia. Por segunda vez entras en tu descanso; pero entras con toda la naturaleza humana, llamada en adelante, a tomar parte en honores divinos.

Ya forman parte en las filas de los coros angélicos los justos de nuestra raza que has sacado del limbo, pues, al marcharte nos dijiste: “Voy a prepararos un lugar’”.

Confiados en tu palabra, resueltos a seguirte en todos tus misterios que has cumplido sólo por nosotros, a acompañarte en la humildad de Belén, en la participación de los dolores del Calvario, en la resurrección de Pascua y aspiramos a imitarte también, cuando llegue la hora, en tu triunfante Ascensión. Entretanto, nos unimos a los coros de los Apóstoles que saludan tu llegada, a nuestros Padres cuya multitud te acompaña y te sigue.

Fija tu mirada en nosotros, ¡oh divino Pastor! no ha llegado aún el momento de juntarnos.

Guarda a tus ovejas y ten cuidado de que no se extravíe ninguna ni sea ingrata a tus cuidados. Conociendo nuestro fin y firmes en el amor y la meditación de los misterios que nos han conducido al de hoy, tomamos a éste como objeto de nuestra espera y el término de nuestros deseos. Constituye el fin de tu venida a este mundo, por medio de la cual descendiendo tú hasta nuestra bajeza, nos ensalzaste hasta hacernos partícipes de tu grandeza, y haciéndote hombre nos hiciste dioses a nosotros.

¿Pero qué haríamos aquí abajo hasta que nos juntásemos contigo, si la Virtud del Altísimo que nos habéis prometido no descendiese pronto sobre nosotros, si no nos diese paciencia en el destierro, fidelidad en la ausencia y el amor suficiente para sostener un corazón que suspira por poseerte? ¡Ven, pues, oh Espíritu divino! No nos dejes languidecer, a fin de que nuestra mirada permanezca fija en el cielo donde Jesús reina y nos espera, y no permitas que el mortal sea tentado, en su cansancio, a arrastrarse por un mundo terrestre en el cual Jesús no se dejará ver en adelante.