Pentecostés

Invitación a leer y meditar bajo la Luz del Evangelio el Llamado de Amor y Conversión del Corazón Doloroso e Inmaculado de María

10 de marzo de 2021 - LLAMADO DE AMOR Y CONVERSIÓN DEL DOLOROSO E INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA

Trigésima Segunda Hora de Meditación Reparadora
¨Pentecostés¨

Querido hijo de mi Doloroso e Inmaculado Corazón: Cincuenta días después de la Resurrección de mi Amado Hijo la comunidad aún estaba encerrada, por el miedo, en el Cenáculo de Jerusalén. Los Apóstoles decidieron callar y vivir en silencio la alegría pascual, sin embargo, era desobedecer el mandato de mi Hijo: ¨Vayan y anuncien al mundo la Buena Nueva”.

Nueve días antes que la Pascua finalizara, el Espíritu Santo me movió a iniciar con la comunidad una novena de oración y ayuno para finalizar el último día de Pascua. El último Día de Pascua, Domingo, mientras estábamos orando, en la Hora de Tercia, se escuchó un ruido de trueno en el Cenáculo y una Paloma, voló sobre todos, dejando en las cabezas de los discípulos una llama de fuego, y Paloma encendida en Fuego Santo, se posó sobre Mí.

Los Apóstoles se llenaron del Poder del Espíritu Santo, el miedo y la acedía se apartaron de sus corazones y comenzaron primeramente por San Pedro a confesar la fe. Este mismo Espíritu Santo, es el que mi Hijo y el Padre desean enviar al mundo. Por eso, primero me envían a Mí como la Gran Mujer del Apocalipsis, la Santísima Trinidad envía la Señal que es mi Doloroso e Inmaculado Corazón para que con mis Últimos Llamados de Amor y Conversión y el Apostolado del final de los tiempos, en la humanidad entera se formen cenáculos de Oración, que preparen la llegada del Gran Pentecostés que transformará a la creación.
Elevación del alma
Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, te amo, te adoro, te bendigo, te consuelo, te reparo, te pido por todos.

Que el Gran Pentecostés venga sobre toda la humanidad, transformando los corazones en copias vivientes del Corazón de María. Por eso, pido los Méritos, Frutos, Dones y el Poder mismo del Espíritu Santo, para que, el Pentecostés del Cenáculo de Jerusalén, se extienda en el Cenáculo Universal de los Sagrados Corazones Unidos. Amén. Fiat.

Lectura recomendada:
LA VENIDA DEL ESPIRITU SANTO
Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger

El gran día que consuma la obra divina en el género humano ha brillado por fin sobre el mundo. “El día de Pentecostés—como dice San Lucas—se ha cumplido”. Desde Pascua hemos visto deslizarse siete semanas; he aquí el día que le sigue y hace el número misterioso de cincuenta. Este día es Domingo, consagrado al recuerdo de la creación de la luz y la Resurrección de Cristo; le va a ser impuesto su último carácter, y por él vamos a recibir “la plenitud de Dios”.
PENTECOSTÉS JUDÍA
En el reino de las figuras, el Señor marcó ya la gloria del quincuagésimo día. Israel había tenido, bajo los auspicios del Cordero Pascual, su paso a través de las aguas del mar Rojo. Siete semanas se pasaron en ese desierto que debía conducir a la tierra de Promisión, y el día que sigue a las siete semanas fue aquel en que quedó sellada la alianza entre Dios y su pueblo. Pentecostés (día cincuenta) fue marcado por la promulgación de los diez mandamientos de la ley divina, y este gran recuerdo quedó en Israel con la conmemoración anual de tal acontecimiento. Pero, así como la Pascua, también Pentecostés era profético: debía haber un segundo Pentecostés para todos los pueblos, como hubo una segunda Pascua para el rescate del género humano. Para el Hijo de Dios, vencedor de la muerte, la Pascua con todos sus triunfos; y para el Espíritu Santo, Pentecostés, que le vio entrar como legislador en el mundo puesto en adelante bajo la ley.
PENTECOSTÉS CRISTIANA
Pero ¡qué diferencia entre las dos fiestas de Pentecostés! La primera, sobre los riscos salvajes de Arabia, entre truenos y relámpagos, intimando una ley grabada en dos tablas de piedra; la segunda en Jerusalén, sobre la cual no ha caído aún la maldición, porque hasta ahora contiene las primicias del pueblo nuevo sobre el que debe ejercer su imperio el Espíritu de amor. En este segundo Pentecostés, el cielo no se ensombrece, no se oyen los estampidos de los rayos; los corazones de los hombres no están petrificados de espanto como a la falda del Sinaí; sino que laten bajo la impresión del arrepentimiento y acción de gracias. Se ha apoderado de ellos un fuego divino y este fuego abrasará la tierra entera. Jesús había dicho: “He venido a traer fuego a la tierra y ¡qué quiero, sino que se encienda!” Ha llegado la hora, y el que en Dios es Amor, la llama eterna e increada, desciende del cielo para cumplir la intención misericordiosa del Emmanuel.

En este momento en que el recogimiento reina en el Cenáculo, Jerusalén está llena de peregrinos, llegados de todas las regiones de la gentilidad, y algo extraño agita a estos hombres hasta el fondo de su corazón. Son judíos venidos para la fiesta de Pascua y de Pentecostés, de todos los lugares donde Israel ha ido a establecer sus sinagogas. Asia, África, Roma incluso, suministran todo este contingente. Mezclados con los judíos de pura raza, se ve a paganos a quienes cierto movimiento de piedad ha llevado a abrazar la ley de Moisés y sus prácticas; se les llama Prosélitos. Este pueblo móvil que ha de dispensarse dentro de pocos días, y a quienes ha traído a Jerusalén sólo el deseo de cumplir la ley, representa, – por la diversidad de idiomas, la confusión de Babel; pero los que le componen están menos influenciados de orgullo y de prejuicios que los habitantes de Judea. Advenedizos de ayer, no han conocido ni rechazado como estos últimos al Mesías, ni han blasfemado de sus obras, que daban testimonio de él. Si han gritado ante Pilatos con los otros judíos para pedir que el Justo sea crucificado, fué porque fueron arrastrados por el ascendiente de los sacerdotes y magistrados de esta Jerusalén, hacia la cual les había conducido su piedad y docilidad a la ley.
EL SOPLO DEL ESPÍRITU SANTO
Pero ha llegado la hora, la hora de Tercia, la hora predestinada por toda la eternidad, y el designio de las tres divinas personas, concebido y determinado antes de todos los tiempos, se declara y se cumple. Del mismo modo que el Padre envió a este mundo, a la hora de medianoche, para encarnarse en el seno de María a su propio Hijo, a quien engendra eternamente: así el Padre y el Hijo envían a esta hora de Tercia sobre la Tierra el Espíritu Santo que procede de los dos, para cumplir en ella, hasta el fin de los tiempos, la misión de formar a la Iglesia esposa y dominio de Cristo, de asistirla y mantenerla y de salvar y santificar las almas.

De repente se oye un viento violento que venía del cielo; rugió fuera y llenó el Cenáculo con su soplo poderoso. Fuera congrega alrededor del edificio que está puesto en la montaña de Sion una turba de habitantes de Jerusalén y extranjeros; dentro, lo conmueve todo, agita a los ciento veinte discípulos del Salvador y muestra que nada le puede resistir. Jesús había dicho de él: “Es un viento que sopla donde quiere y vosotros escucháis resonar su voz”; poder invisible que conmueve hasta los abismos, en las profundidades del mar, y lanza las olas hasta las nubes. En adelante este viento recorrerá la tierra en todos los sentidos, y nada puede sustraerse a su dominio.
LAS LENGUAS DE FUEGO
Sin embargo, la santa asamblea que estaba completamente absorta en el éxtasis de la espera conservó la misma actitud. Pasiva al esfuerzo del divino enviado, se abandona a él. Pero el soplo no ha sido más que una preparación para los que están dentro del Cenáculo, y a la vez una llamada para los de fuera. De pronto una lluvia silenciosa se extiende por el interior del edificio, lluvia de fuego, dice la Santa Iglesia, “que arde sin quemar, que luce sin consumir”; unas llamas en forma de lenguas de fuego se colocan sobre la cabeza de cada uno de los ciento veinte discípulos. Es el Espíritu divino que toma posesión de la asamblea en cada uno de sus miembros. La Iglesia ya no está sólo en María; está también en los ciento veinte discípulos. Todos ahora son del Espíritu Santo que ha descendido sobre ellos; se ha comenzado su reino, se ha proclamado y se preparan nuevas conquistas.

Pero admiremos el símbolo con que se obra esta revolución. El que no ha mucho se mostró en el Jordán en la hermosa forma de una paloma aparece ahora en la de fuego. En la esencia divina él es amor; pero el amor no consiste sólo en la dulzura y la ternura, sino que es ardiente como el fuego. Ahora, pues, que el mundo está entregado al Espíritu Santo es necesario que arda, y este incendio no se apagará nunca. ¿Y por qué la forma de lenguas, sino porque la palabra será el medio de propaganda de este incendio divino? Estos ciento veinte discípulos hablarán del Hijo de Dios, hecho hombre y Redentor de todos, del Espíritu Santo que remueve las almas y del Padre celestial que las ama y las adopta; y su palabra será acogida por un gran número. Todos los que la reciban estarán unidos en una misma fe, y la reunión que formen se llamará Iglesia católica, universal, difundida por todos los tiempos y por todos los lugares. Jesús había dicho: “Id, enseñad a todas las naciones.” El Espíritu trae del cielo a la tierra la lengua que hará resonar esta palabra y el amor de Dios y de los hombres que la ha de inspirar. Esta lengua y este amor se han difundido en los hombres, y con la ayuda del Espíritu, estos mismos hombres la transmitirán a otros hasta el fin de los siglos.
DON DE LENGUAS
Sin embargo, de eso, parece que un obstáculo sale al paso a esta misión. Desde Babel el lenguaje humano se ha dividido y la palabra de un pueblo no se entiende en el otro. ¿Cómo, pues, la palabra puede ser instrumento de conquista de tantas naciones y cómo puede reunir en una familia tantas razas que se desconocen? No temáis: el Espíritu omnipotente ya lo ha previsto. En esa embriaguez sagrada que inspira a los ciento veinte discípulos les ha conferido el don de entender toda lengua y de hacerse entender ellos mismos. En este mismo instante, en un transporte sublime, tratan de hablar todos los idiomas de la tierra, y la lengua, como su oído, no sólo se prestan sin esfuerzo, sino con deleite a esta plenitud de la palabra que va a establecer de nuevo la comunión de los hombres entre sí. El Espíritu de amor hizo cesar en un momento la separación de Babel, y la fraternidad primitiva reaparece con la unidad de idioma.

¡Cuán hermosa apareces, Iglesia de Dios, ¡al hacerte sensible por la acción divina del Espíritu Santo que obra en ti ilimitadamente! Tú nos recuerdas el magnífico espectáculo que ofrecía la tierra cuando el linaje humano no hablaba más que una sola lengua. Pero esta maravilla no se limitará al día de Pentecostés, ni se reducirá a la vida de aquellos en quienes aparece en este momento. Después de la predicación de los Apóstoles se irá extinguiendo, por no ser necesaria, la forma primera del prodigio; pero tú no cesarás de hablar todas las lenguas hasta el fin de los siglos, porque no te verás limitada a los confines de una sola nación, sino que habitarás todo el mundo. En todas partes se oirá confesar, una misma fe en las diversas lenguas de cada nación, y de este modo el milagro de Pentecostés, renovado y transformado, te acompañará hasta el fin de los siglos y será una de tus características principales. Por esto, San Agustín, hablando a los fieles, dice estas admirables palabras: “La Iglesia, extendida por todos los pueblos, habla todas las lenguas. ¿Qué es la Iglesia sino el cuerpo de Jesucristo? En este cuerpo cada uno de vosotros es un miembro. Si, pues, formáis parte de un miembro que habla todas las lenguas, vosotros también podéis consideraros como participantes en este don” ‘. Durante los siglos de fe, la Iglesia, única fuente del verdadero progreso de la humanidad, hizo aún más: llegó a reunir en una sola lengua los pueblos que había conquistado. La lengua latina fue durante largo tiempo el lazo de unión del mundo civilizado. A pesar de las distancias, se la podían confiar todas las relaciones existentes entre los diversos pueblos, las comunicaciones de la ciencia y aun los negocios de los particulares; nadie de los que hablaban esta lengua se consideraba extranjero en todo el Occidente. La herejía del siglo XVI emancipó a las naciones de este bien como de tantos otros, Europa, dividida durante largo tiempo, busca, sin encontrarlo, este centro común que únicamente la Iglesia y su lengua podían ofrecerle. Pero volvamos al Cenáculo, cuyas puertas aún no se han abierto, y contemplemos de nuevo las maravillas que en él hace el Espíritu de Dios.
MARÍA EN EL CENÁCULO
Nuestra mirada se dirige instintivamente hacia María, ahora más que nunca, “la llena de gracia”. Podría parecer que después de los dones inmensos prodigados en su concepción inmaculada, después de los tesoros de santidad que derramó en ella la presencia del Verbo encarnado durante los nueve meses que le llevó en su seno, después de los socorros especiales que recibió para obrar y sufrir unida a su Hijo en la obra de la Redención, después de los favores con que Jesús la enriqueció, después de la gloria de la Resurrección, el cielo había agotado la medida de los dones con que podía enriquecer a una simple creatura, por elevada que estuviese en los planes eternos de Dios.

Todo lo contrario. Una nueva misión comienza ahora para María: en este momento nace de ella la Iglesia; María acaba de dar a luz a la Esposa de su Hijo y nuevas obligaciones la reclaman. Jesús solo ha partido para el cielo; la ha dejado sobre la tierra para que inunde con sus cuidados maternales este su tierno fruto. ¡Qué emocionante y qué gloriosa es la infancia de nuestra amada Iglesia, recibida en los brazos de María, alimentada por ella, sostenida por ella desde los primeros pasos de su carrera en este mundo! Necesita, pues, la nueva Eva la verdadera “Madre de los vivientes”, un nuevo aumento de gracias para responder a esta misión; por eso es el objeto primario de los favores del Espíritu Santo.

Él fue quien la fecundó en otro tiempo para que fuese la madre del Hijo de Dios; en este momento la hace Madre de los cristianos. “El río de la gracia, como dice David, inunda con sus aguas a esta Ciudad de Dios que la recibe con regocijo”; el Espíritu de amor cumple hoy el Oráculo de Cristo al morir sobre la Cruz. Había dicho señalando al hombre: “Mujer, he ahí a tu Hijo”; ha llegado el tiempo y María ha recibido con una plenitud maravillosa esta gracia maternal que comienza a ejercer desde hoy y que la acompañará aún sobre su trono de reina hasta que la Iglesia se haya desarrollado suficientemente y ella pueda abandonar esta tierra, subir al cielo y ceñir la diadema esperada.

Contemplemos la nueva belleza que aparece en el rostro de quien el Señor ha dotado de una segunda maternidad: esta belleza es la obra maestra que realiza en este día el Espíritu Santo. Un fuego celeste abrasa a María y un nuevo amor se enciende en su corazón: se halla por entero ocupada en la misión para la cual ha quedado sobre la tierra. La gracia apostólica ha descendido sobre ella. La lengua de fuego que ha recibido no hablará en predicaciones públicas; pero hablará a los apóstoles, les guiará y les consolará en sus fatigas. Se expresará con tanta dulzura como fuerza al oído de los fieles que sentirán una atracción irresistible hacia aquella a quien el Señor ha colmado de sus gracias. Como una leche generosa, dará a los primeros fieles de la Iglesia la fortaleza que les hará triunfar en los asaltos del enemigo, y arrancándose de su lado, irá Esteban a abrir la noble carrera de los mártires.
LOS APÓSTOLES
Consideremos ahora al colegio apostólico. ¿Qué ha sucedido después de la venida del Espíritu Santo a estos hombres a quienes encontrábamos ya tan diferentes de sí mismos después de las relaciones tenidas durante cuarenta días con su Maestro? ¿No sentís que han sido transformados, que un ardor divino les arrebata y que dentro de breves instantes se lanzarán a la conquista del mundo? Ya se ha cumplido en ellos todo lo que les había anunciado su Maestro; realmente, ha descendido sobre ellos el poder del Altísimo a armarlos para el combate. ¿Dónde están los que temblaban ante los enemigos de Jesús, los que dudaban en su resurrección? La verdad que les ha predicado su maestro aparece clara a su inteligencia; ven todo, comprenden todo. El Espíritu Santo les ha infundido la fe en el grado más sublime y arden en deseos de derramar esta fe por el mundo entero. Lejos de temer, en adelante están dispuestos a afrontar todos los peligros predicando a todas las naciones el nombre y la gloria de Cristo, como él se lo había mandado.
LOS DISCÍPULOS
En segundo plano aparecen los discípulos, menos favorecidos en esta visita que los doce príncipes del colegio apostólico, pero inflamados como ellos del mismo fuego: también ellos se lanzarán a conquistar el mundo y fundarán numerosas cristiandades. El grupo de las santas mujeres también ha sentido la venida de Dios manifestada bajo la forma de fuego. El amor que las detuvo al pie de la cruz de Jesús y que las condujo las primeras al sepulcro la mañana de Pascua, ha aumentado con nuevo fervor. La lengua de fuego que se ha posado sobre ellas las hará elocuentes para hablar de su Maestro a los judíos y gentiles.
LOS JUDÍOS
La turba de los judíos que oyó el ruido que anunciaba la venida del Espíritu Santo se reunió ante el Cenáculo. El mismo Espíritu que obra en lo íntimo de la conciencia tan maravillosamente les obliga a rodear esta casa que contiene en sus muros a la Iglesia que acaba de nacer. Resuenan sus clamores y pronto el celo de los apóstoles no puede contenerse en tan estrechos límites. En un momento el colegio apostólico se lanza a la puerta del Cenáculo para poderse comunicar con una multitud ansiosa por conocer el nuevo prodigio que acaba de hacer el Dios de Israel.

Pero he aquí que esa multitud compuesta de gente de todas las nacionalidades que espera oír hablar a galileos se queda estupefacta. No han hecho más que expresarse en palabras inarticuladas y confusas y cada uno les oye hablar en su propio idioma. El símbolo de la unidad aparece ahora en toda su magnificencia. La Iglesia cristiana se ha manifestado a todas las naciones representadas en esta multitud. Esta Iglesia será una; porque Dios ha roto las barreras que en otro tiempo puso, en su justicia, para separar a las naciones. He aquí los mensajeros de Cristo; están dispuestos para ir a predicar el evangelio por todo el mundo.

Entre los de la turba hay algunos que, insensibles al prodigio, se escandalizan de la embriaguez divina que ven en los Apóstoles: “Estos hombres, dicen, se han saturado de vino.” Tal es el lenguaje del racionalismo que todo lo quiere explicar a las luces de la razón humana. Con todo eso los pretendidos embriagados de hoy verán postrados a sus pies a todos los pueblos del mundo, y con su embriaguez comunicarán a todas las razas del linaje humano el Espíritu que ellos poseen. Los Apóstoles creen llegado el momento; hay que proclamar el nuevo Pentecostés en el día aniversario del primero. ¿Pero quién será el Moisés que proclame la ley de la misericordia y del amor que reemplaza la ley de la justicia y del temor? El divino Emmanuel ya antes de subir al cielo le había designado: será Pedro, el fundamento de la Iglesia. Ya es hora de que toda esa multitud le vea y le escuche; va a formarse el rebaño, pero es necesario que se muestre el pastor. Escuchemos al Espíritu Santo, que va a expresarse por su principal instrumento, en presencia de esta multitud asombrada y silenciosa; todas las palabras que profiere el Apóstol, aunque habla solamente una lengua, la escuchan sus oyentes de cualquier idioma o país que sean. Solamente este discurso es una prueba inequívoca de la verdad y divinidad de la nueva ley.
EL DISCURSO DE PEDRO
“Varones judíos, exclamó, y habitantes todos de Jerusalén, oíd y prestad atención a mis palabras. No están estos borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora de Tercia, y esto es lo que predijo el profeta Joél: “Y sucederá en los últimos días, dice, el Señor, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños; y sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu y profetizarán.” Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por El en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, entregado según los designios de la presciencia de Dios, le alzasteis en la cruz y le disteis muerte por mano de infieles. Pero Dios, rotas las ataduras de la muerte, le resucitó, por cuanto no era posible que fuese dominado por ella, pues David dice de El: “Mi carne reposará en la esperanza, porque no permitirás que tu Santo experimente la corrupción del sepulcro.” David no hablaba de sí propio, puesto que murió y su sepulcro permanece aún entre nosotros; anunciaba la resurrección de Cristo, el cual no ha quedado en el sepulcro ni su carne ha conocido la corrupción. A este Jesús le resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo derramó sobre toda la tierra, como vosotros mismos veis y oís. Tened, pues, por cierto, hijos de Israel que Dios le ha hecho Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado”.

Así concluyó la promulgación de la nueva ley por boca del nuevo Moisés. ¿No habrían de recibir las gentes el don inestimable de este segundo Pentecostés, que disipaba las sombras del antiguo y que realizaba en este gran dia las divinas realidades? Dios se revelaba y, como siempre, lo hacía con un milagro. Pedro recuerda los prodigios con que Jesús daba testimonio de sí mismo, de los cuales no hizo caso la Sinagoga. Anuncia la venida del Espíritu Santo, y como prueba alega el prodigio inaudito que sus oyentes tienen ante sus ojos, en el don de lenguas concedido a todos los habitantes del Cenáculo.
LAS PRIMERAS CONVERSIONES
El Espíritu Santo que se cernía sobre la multitud continúa su obra, fecundando con su acción divina el corazón de aquellos predestinados. La fe nace y se desarrolla en un momento en estos discípulos del Sinaí que se habían reunido de todos los rincones del mundo para una Pascua y un Pentecostés que en adelante serán estériles. Llenos de miedo y de dolor por haber pedido la muerte del Justo, cuya resurrección y ascensión acaban de confesar, estos judíos de todo el mundo exclaman ante Pedro y sus compañeros: “Hermanos, ¿qué debemos hacer?” ¡Admirable disposición para recibir la fe!: el deseo de creer y la resolución firme de conformar sus obras con lo que crean. Pedro continúa su discurso: “Haced penitencia, les dice, y bautizaos todos en el nombre de Jesucristo, y también vosotros participaréis de los dones del Espíritu Santo. A vosotros se os hizo la promesa y también a los gentiles; en una palabra: a todos aquellos a quienes llama el Señor.”

Con cada una de las palabras del nuevo Moisés se va borrando el antiguo Pentecostés, y el Pentecostés cristiano brilla cada vez con una luz más espléndida. El reino del Espíritu Santo se ha inaugurado en Jerusalén ante el templo que está condenado a derrumbarse sobre sí mismo. Pedro habló más; pero el libro de los Hechos no recoge más que estas palabras que resonaron como el último llamamiento a la salvación: “Salvaos, hijos de Israel, salvaos de esta generación perversa.” En efecto, tenían que romper con los suyos, merecer por el sacrificio la gracia del nuevo Pentecostés, pasar de la Sinagoga a la Iglesia. Más de una lucha tuvieron que soportar en sus corazones; pero el triunfo del Espíritu Santo fue completo en este primer día. Tres mil personas se declararon discípulos de Jesús y fueron marcados con el sello de la divina adopción.

¡Oh, Iglesia del Dios, vivo, ¡qué hermosos son tus progresos con el soplo del Espíritu divino! En primer lugar, has residido en la inmaculada Virgen María, la llena de gracia y Madre de Dios; tu segundo paso te dota de ciento veinte discípulos, y he aquí que en el tercero son tres mil los elegidos, nuestros padres en la fe, abandonarán pronto Jerusalén, que, cuando vayan a sus países, serán las primicias del nuevo pueblo Mañana hablará Pedro en el mismo templo y a su voz se proclamarán discípulos de Jesús más de cinco mil personas. Salve, oh Iglesia de Cristo, la noble última y creación del Espíritu Santo, que militas aquí en la tierra, al mismo tiempo que triunfas en el cielo.

¡Oh Pentecostés, día sagrado de nuestro nacimiento, tú abres con gloria la serie de siglos que recorrerá la Esposa de Cristo! Tú nos comunicas el Espíritu de Dios que viene a escribir la ley que regirá a los discípulos de Jesús, no sobre la piedra, sino sobre los corazones. ¡Oh Pentecostés promulgado en Jerusalén!, pero qué pronto extenderás tus beneficios a los pueblos de la gentilidad, tú vienes a cumplir las esperanzas que despertó en nosotros el misterio de Epifanía. Los magos venían de Oriente y nosotros les seguimos a la cuna del Niño Jesús, pero sabíamos que también llegaría nuestro día. Tu gracia, Espíritu Santo, los había empujado hacia Belén; pero en este Pentecostés que proclama tu imperio con tanta energía, tú nos llamas a todos; la estrella se ha transformado en lenguas de fuego y la faz de la tierra se renovará. Haz que nuestro corazón conserve los dones que nos has traído, estos dones que nos han destinado el Padre y el Hijo que te enviaron.
EL MISTERIO DE PENTECOSTÉS
No es extraño que la Iglesia haya dado tanta importancia al misterio de Pentecostés como al de Pascua, dada la importancia de que goza en la economía del cristianismo. La Pascua es el rescate del hombre por la victoria de Cristo; en Pentecostés el Espíritu Santo toma posesión del hombre rescatado; la Ascensión es el misterio intermediario. Por una parte, consuma ésta el misterio de Pascua, constituyendo al HombreDios vencedor de la muerte y cabeza de sus fieles, a la diestra de Dios Padre; por otra, determina el envío del Espíritu Santo sobre la tierra.

Este envío no podía realizarse antes de la glorificación de Jesucristo, como nos dice San Juan, y numerosas razones alegadas por los Santos Padres nos ayudan a comprenderlo. El Hijo de quien, en unión con el Padre, procede el Espíritu Santo en la esencia divina, debía enviar personalmente también a este mismo Espíritu sobre la tierra. La misión exterior de una de las divinas personas no es más que la consecuencia y manifestación de la producción misteriosa y eterna que se efectúa en el seno de la divinidad. Así, pues, al Padre no le envían ni el Hijo ni el Espíritu Santo, porque no procede de ellos. Al Hijo le envía el Padre, porque éste le engendra desde la eternidad. El Padre y el Hijo envían al Espíritu Santo, porque éste procede de ambos. Pero, para que la misión del Espíritu Santo sirviese para dar mayor gloria al Hijo, no podía realizarse antes de la entronización del Verbo encarnado en la diestra de Dios; además era en extremo glorioso para la naturaleza humana que, en el momento de ejecutarse esta misión, estuviese indisolublemente unido a la naturaleza divina en la persona del Hijo de Dios, de modo que se pudiese decir con verdad que el Hombre-Dios envió al Espíritu Santo sobre la tierra.

No se debía dar esta augusta misión al Espíritu Santo hasta que no se hubiese ocultado a los ojos de los hombres la humanidad de Jesús. Como hemos dicho, era necesario que los ojos y el corazón de los fieles siguiesen al divino ausente con un amor más puro y totalmente espiritual. Ahora bien, ¿a quién sino al Espíritu Santo correspondía traer a los hombres este amor nuevo, puesto que es el lazo que une en un amor eterno al Padre y al Hijo? Este Espíritu que abraza y une se llama en las Sagradas Escrituras “el don de Dios”; éste es quien nos envían hoy el Padre y el Hijo. Recordemos lo que dijo Jesús a la Samaritana junto al pozo de Sícar: “Si conocieses el don Dios” Aún no había bajado, hasta entonces no se había manifestado más que por algunos dones parciales. A partir de este momento una inundación de fuego cubre toda la tierra: el Espíritu Santo anima todo, obra en todos los lugares. Nosotros conocemos el don de Dios; no tenemos más que aceptarle y abrirle las puertas de nuestro corazón para que penetre como en el corazón de los tres mil que se han convertido por el sermón de San Pedro.

Considerad en qué época del año viene el Espíritu Santo a tomar posesión de su reino. Hemos visto cómo el Sol de justicia se levantaba tímidamente de entre las tinieblas del solsticio de invierno para llegar lentamente a su cénit. En un sublime contraste, el Espíritu del Padre y del Hijo busca otras armonías. Es fuego y fuego que consume; por eso aparece en el mundo cuando el sol brilla con todo su esplendor, cuando este astro contempla cubierta de flores y de frutos a la tierra que acaricia con sus rayos.

Acojamos el calor vivificante del Espíritu de Dios y pidámosle que su calor no se extinga en nosotros. En este momento del Año Litúrgico estamos en plena posesión de la verdad por el Verbo encarnado; procuremos conservar fielmente el amor que nos trae el Espíritu Santo.
LITURGIA DE PENTECOSTÉS
Fundado sobre un pasado de cuatro mil años de figuras, el Pentecostés cristiano, el verdadero Pentecostés, es una de las fiestas que fundaron los mismos Apóstoles. Hemos visto cómo en la antigüedad, al igual de la Pascua, tenía el honor de conducir los catecúmenos a las fuentes bautismales. Su octava, como la de Pascua, no pasa del sábado por la misma razón. El bautismo se administraba en la noche del sábado al domingo, y para los neófitos comenzaba esta fiesta con la ceremonia del bautismo. Como los que eran bautizados en Pascua vestían túnicas blancas y las deponían el sábado siguiente, que se consideraba como el día octavo.

En la Edad Media se dio a la fiesta de Pentecostés el nombre de Pascua de las rosas; ya hemos visto cómo se puso el nombre de Domingo de las rosas a la dominica infraoctava de la Ascensión.

El color rojo de la rosa y su perfume recordaban a nuestros padres las lenguas de fuego que descendieron en el Cenáculo sobre los ciento veinte discípulos, como los pétalos deshojados de la rosa divina que derramaba el amor y la plenitud de la gracia sobre la Iglesia naciente.

Esto es lo que nos recuerda la Liturgia al escoger el color rojo durante toda su octava. Durando de Mende, en su Racional tan precioso para conocer los usos litúrgicos de aquel tiempo, nos dice que durante el siglo XIII en nuestras iglesias se soltaban algunas palomas durante la misa, las cuales revoloteaban sobre los fieles en recuerdo de la primera manifestación del Espíritu Santo en el Jordán, y además se arrojaban desde la bóveda estopa encendida y rosas en recuerdo de su segunda manifestación en el Cenáculo.

En Roma, la estación tenía lugar en la Basílica de San Pedro. Justo era que la Iglesia honrase al príncipe de los apóstoles, cuya elocuencia trajo a la Iglesia tres mil discípulos.

TERCIA

La Iglesia celebra hoy Tercia con solemnidad especial, con el fin de ponernos en comunicación más íntima con los dichosos habitantes del Cenáculo. Incluso escogió esta hora para celebrar durante ella el santo sacrificio, al cual preside el Espíritu Santo con todo el poder de su operación. Esta hora, que corresponde a las nueve de la mañana según nuestro modo de contar, se caracteriza, además, por una invocación al Espíritu Santo formulada en el Himno de San Ambrosio; pero hoy no es el Himno ordinario el que dirige la Iglesia al Paráclito. Es el cántico Veni Creator que nos ha legado el siglo IX y que compuso, según la tradición, el mismo Carlomagno.

El pensamiento de enriquecer el oficio de Tercia en el día de Pentecostés pertenece a San Hugo, abad de Cluny, que vivió en el siglo XI; práctica que incluso la Iglesia romana la ha aceptado en su Liturgia. De aquí viene que, aun en las iglesias en las cuales no se celebra el oficio canónico, se canta al menos el Veni Creator antes de la misa de Pentecostés.

En esta hora tan solemne se recoge el pueblo fiel entre los acordes inspirados de este himno tan tierno al mismo tiempo que impresionante; adora y llama al Espíritu de Dios. En este momento, se cierne sobre todos los templos cristianos y desciende sobre el corazón de aquellos que le esperan con fervor. Digámosle que necesitamos de su presencia, y pidámosle que permanezca en nuestro corazón para no alejarse jamás de él. Mostrémosle nuestra alma sellada con su carácter indeleble en el Bautismo y Confirmación; roguémosle que cuide de su obra. Somos suyos. Dígnese El hacer en nosotros lo que le pedimos, pero que nuestros labios lo digan con sinceridad, y acordémonos que para recibir y conservar el Espíritu de Dios hay que renunciar al mundo, porque Jesús ha dicho: “No podéis servir a dos señores”

Ha llegado el momento de celebrar el santo Sacrificio. La Iglesia, llena del Espíritu Santo, va a pagar el tributo de su agradecimiento, ofreciendo la víctima que nos ha merecido tal don por su inmolación. El introito resuena con un esplendor y una melodía sin par. Raras veces se eleva el canto gregoriano a tal entusiasmo. Las palabras contienen un oráculo del libro de la Sabiduría que se cumple hoy en nosotros. Es el Espíritu que se derrama sobre la tierra y que da a los Apóstoles el don de lenguas como prenda inequívoca de su presencia.

INTROITO

El Espíritu del Señor llenó el orbe de las tierras, aleluya: y, el que lo contiene todo, tiene la ciencia de la voz, aleluya, aleluya, aleluya. — Salmo: Levántese Dios, y sean disipados sus enemigos: y huyan, los que le odiaron, de su presencia. V. Gloria al Padre.

La colecta expresa nuestros deseos en tan gran día. Nos advierte, además, que dos son los dones principales que nos trae el Espíritu Santo: el gusto por las cosas de Dios y el consuelo del corazón; pidamos que ambos permanezcan en nuestro corazón para que seamos perfectos cristianos.

COLECTA

¡Oh, Dios!, que en este día instruiste los corazones de los fieles con la ilustración del Espíritu Santo: haz que saboreemos en el mismo Espíritu las cosas rectas, y que nos alegremos siempre de su consuelo. Por el Señor., en la unidad del mismo Espíritu Santo.

EPISTOLA

Lección de los Hechos de los Apóstoles.

Al cumplirse los días de Pentecostés, estaban todos los discípulos juntos en el mismo lugar: y vino de pronto un ruido del cielo, como de viento impetuoso: y llenó toda la casa donde estaban sentados. Y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, y se sentó sobre cada uno de ellos: y fueron todos llenados del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en varias lenguas, como el Espíritu les hacía hablar. Y había entonces en Jerusalén judíos, varones religiosos, de todas las naciones que hay bajo el cielo. Y, corrida la nueva, se juntó la multitud, y se quedó confusa, porque cada cual les oía hablar en su lengua. Y se pasmaban todos, y se admiraban, diciendo: ¿No son acaso galileos todos estos que hablan? ¿Y cómo es que cada uno de nosotros les oímos en la lengua en que hemos nacido? Partos, y Medos, y Elamitas, y los que habitan en Mesopotamia, en Judea y en Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia, y en Panfilia, en Egipto y en las regiones de la Libia, que está junto a Cirene, y los extranjeros Romanos, y también los Judíos, y los Prosélitos, los Cretenses, y los Árabes: todos les hemos oído hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios.
LOS GRANDES SUCESOS DE LA HISTORIA
Cuatro grandes sucesos señalan la existencia del linaje humano sobre la tierra, y los cuatro dan testimonio de la bondad de Dios para con nosotros. El primero es la creación del hombre y su elevación al estado sobrenatural, que le asigna por fin último la clara visión de Dios y su posesión eterna. El segundo es la encamación del Verbo, que, al unir la naturaleza humana a la divina en la persona de Cristo, la eleva a la participación de la naturaleza divina, y nos proporciona, además, la víctima necesaria para rescatar a Adán y su descendencia de su prevaricación. El tercer suceso es la venida del Espíritu Santo, cuyo aniversario celebramos hoy. Finalmente, el cuarto es la segunda venida del Hijo de Dios, que vendrá a librar a la Iglesia su Esposa y la conducirá con El al cielo para celebrar las nupcias sin fin. Estas cuatro operaciones de Dios, de las cuales la última aún no se ha cumplido, son la clave de la historia humana; nada hay fuera de ellas; pero el hombre animal no las ve ni piensa en ellas. “La luz brilló en medio de las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron”.

Bendito sea, pues, el Dios de misericordia que se dignó “llamarnos de las tinieblas a la admirable luz de la fe” . Nos ha hecho hijos de esta generación “que no es de la carne y de la sangre ni de la voluntad del hombre, sino de la voluntad de Dios”. Por esta gracia, he aquí que hoy estamos atentos a la tercera de las operaciones de Dios sobre el mundo, la venida del Espíritu Santo, y hemos oído el emocionante relato de su venida. Esta tempestad misteriosa, estas lenguas, este fuego, esta sagrada embriaguez nos transporta a los designios celestiales y exclamamos: “¿Tanto ha amado Dios al mundo?” Nos lo dijo Jesús mientras estaba sobre la tierra: “Sí, ciertamente, tanto amó Dios al mundo que le dio su unigénito Hijo.” Hoy tenemos que completar y decir: “Tanto han amado el Padre y el Hijo al mundo, que le han dado su Espíritu divino.” Aceptemos este don y consideremos qué es el hombre. El racionalismo y el naturalismo quieren engrandecerle esforzándose en colocarle bajo el yugo del orgullo y de la sensualidad; la fe cristiana nos exige la humildad y la renuncia; pero en pago de ello Dios se da a nosotros.

El primer verso aleluyático está compuesto por las palabras de David, en las cuales se manifiesta el Espíritu Santo como autor de una creación nueva, como el renovador de la tierra. El segundo es una oración por la cual la Iglesia pide que el Espíritu Santo descienda sobre sus hijos. Se reza siempre de rodillas.

ALELUYA

Aleluya, aleluya, V. Envía tu Espíritu, y serán creados, y renovarás la faz de la tierra.

Aleluya. (Aquí se arrodilla.) V. Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles: y enciende en ellos el fuego de tu amor. Sigue la secuencia, una pieza llena de entusiasmo a la vez que de ternura para el que viene eternamente con el Padre y con el Hijo y que establecerá su reino en nuestros corazones. Es de Anales del siglo XIII y se atribuye con bastante probabilidad a Inocencio III.

SECUENCIA
1. Ven, Espíritu Santo,
Y envía desde el cielo
Un rayo de tu luz.
2. Ven, Padre de los pobres.
Ven, dador de los dones,
Ven, luz de los corazones.
3. Optimo Consolador,
Dulce huésped del alma,
Dulce refrigerio nuestro.
4. Descanso en el trabajo.
Frescura en el estío,
En el llanto solaz.
5. ¡Oh, felicísima Luz!
Llena lo más escondido.
Del corazón de tus fieles.
6. Sin tu santa inspiración,
Nada hay dentro del hombre,
Nada hay que sea puro.
7. Lava lo que está sucio,
Riega lo que está seco,
Sana lo que está herido.
8. Doma lo que es rígido,
Templa lo que está frío,
Rige lo que se ha extraviado.
9. Concede a todos tus fieles,
Que sólo en ti confían,
Tu sagrado Septenario.
10. Da de la virtud el mérito,
Da un término dichoso,
Y da el perenne gozo.
Amén. Aleluya.
EVANGELIO

Continuación del santo Evangelio según San Juan.

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Si alguien me ama, observará mis palabras, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos nuestra morada cerca de él: el que no me ama, no observa mis palabras. Y, las palabras que habéis oído no son mías, sino de Aquel que me envió, del Padre. Os he dicho esto, permaneciendo a vuestro lado. Mas el Espíritu Santo Paráclito, que enviará el Padre en nombre mío, os enseñará todo, y os sugerirá todo lo que yo os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy: no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón, ni se asuste. Ya me habéis oído deciros: Voy, y vuelvo a vosotros. Si me amarais, os alegraríais ciertamente porque voy al Padre: porque el Padre es mayor que yo. Y os lo he dicho ahora, antes de que suceda: para que, cuando hubiere sucedido, creáis. Ya no hablaré mucho con vosotros. Porque viene el príncipe de este mundo, y no tiene nada en mí. Mas es para que conozca el mundo que amo al Padre, y, como me lo mandó el Padre, así obro.
LA HABITACIÓN DE LA TRINIDAD EN NUESTRA ALMA
La venida del Espíritu Santo no interesa solamente al género humano como tal, sino que todos y cada uno de sus individuos está llamado a recibir esta visita, que en el día de hoy “renueva la faz de la tierra”

El designio misericordioso de Dios es hacer una alianza individual con todos nosotros. Jesús sólo pide de nosotros una cosa: quiere que le amemos y que guardemos su palabra. Con tal condición, Él nos promete que su Padre nos amará y vendrá con El a habitar en nosotros. Pero no es esto todo. Nos anuncia, además, la venida del Espíritu Santo, el cual, por su presencia, completará la habitación de Dios en nosotros. La augusta Trinidad hará como otro cielo de esta pobre morada, esperando que seamos transportados después de esta vida a la mansión, en la cual podamos contemplar a nuestro huésped divino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que tanto han amado a esta creatura humana.
EL ESPÍRITU SANTO, DON DEL PADRE Y DEL HIJO
Jesús nos enseña más en este pasaje, sacado del discurso que pronunció a sus discípulos después de la Cena, que el Espíritu Santo que desciende hoy sobre nosotros es un don del Padre, pero del Padre “en nombre del Hijo”; del mismo modo que en otro lugar dice Jesucristo que “Él es quien enviará al Espíritu Santo”. Estos modos diferentes de expresión muestran la relación que hay entre las dos primeras personas de la Santísima Trinidad y el Espíritu Santo. Este Espíritu divino es del Padre, pero también del Hijo. El Padre le envía, pero también el Hijo le envía, porque procede de ambos como de un solo principio.

En este día de Pentecostés, nuestro agradecimiento lo mismo se ha de dirigir al Padre que al Hijo; porque el don que nos viene del cielo nos viene de ambos. Desde la eternidad engendró el Padre al Hijo, y cuando llegó la plenitud de los siglos le envió al mundo como su mediador y salvador. Desde la eternidad el Padre y el Hijo produjeron al Espíritu Santo y en la hora señalada le enviaron a la tierra para ser entre los hombres el principio de amor como lo es entre el Padre y el Hijo. Jesús nos dice que la misión del Espíritu es posterior a la del Hijo, porque convenía que los hombres fuesen iniciados en la verdad por El, que es la Sabiduría. En efecto, no habrían podido amar a quien no conocían. Pero cuando Jesús, consumada su obra y su humanidad se sentó a la diestra de Dios Padre, en unión con el Padre envía al Espíritu divino para conservar en nosotros esta palabra que es “espíritu y vida” y preparación del amor.

El ofertorio está tomado del salmo LXII, en el cual David profetiza la venida del Espíritu Santo para confirmar la obra de Jesús. El Cenáculo extingue todos los resplandores del templo de Jerusalén: en adelante no habrá más que Iglesia católica que no tardará en recibir en su seno a los reyes y a los pueblos.

OFERTORIO

Confirma, oh, Dios, esto que has obrado en nosotros: en tu templo, que está en Jerusalén, te ofrecerán dones los reyes, aleluya.

En presencia de los dones que va a ofrecer y que descansan sobre el altar, la Iglesia pide en la Secreta que la venida del Espíritu Santo sea para los fieles un fuego que limpie sus manchas y una luz que ilumine su espíritu con entendimiento más perfecto de las enseñanzas del Hijo de Dios.

SECRETA

Suplicárnoste, Señor, santifiques los dones ofrecidos: y purifica nuestros corazones con la iluminación del Espíritu Santo. Por el Señor… en la unidad del mismo Espíritu Santo.

PREFACIO

Es verdaderamente digno y justo, equitativo y saludable que, siempre y en todo lugar, te demos gracias a ti. Señor santo. Padre omnipotente, eterno Dios: por Cristo, nuestro Señor. El cual, ascendiendo sobre todos los cielos, y sentándose a tu derecha, derramó (este día) sobre los hijos de adopción el Espíritu Santo prometido. Por lo cual, todo el mundo, esparcido por el orbe de las tierras, se alegra con profuso gozo. Y también las celestiales Virtudes, y las angélicas Potestades, cantan el himno de tu gloria, diciendo sin cesar: ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!

La antífona de la comunión celebra el momento de la venida del Espíritu Santo. Jesús se ha dado a sus fieles como alimento en la Eucaristía, pero el Espíritu les ha preparado tal favor, y ha cambiado el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de la sagrada víctima. Él también les ayudará a conservar en ellos el alimento que guarda las almas para la vida eterna.

COMUNION

Vino de pronto un ruido del cielo, como de viento impetuoso, donde estaban sentados, aleluya: y fueron todos llenados del Espíritu Santo, hablando las maravillas: de Dios, aleluya, aleluya.

Ahora que la Iglesia posee a su divino Esposo, le pide en la poscomunión que el Espíritu Santo permanezca en el alma de sus fieles, y al mismo tiempo nos revela una de las prerrogativas del Espíritu Santo, quien, encontrando áridas e incapaces de fructificar a nuestras almas, se transforma en rocío para fecundarlas.

POSCOMUNION

Haz, Señor, que la infusión del Espíritu Santo purifique nuestros corazones y los fecunde con la íntima aspersión de su rocío. Por el Señor… en la unidad del mismo Espíritu Santo.

POR LA TARDE
INAUGURACION DE LOS SACRAMENTOS

El gran día avanza en su carrera, y llenos del Espíritu Santo, como lo hemos sido en la hora de Tercia, no podemos hacernos extraños a los sucesos de Jerusalén. El fuego que inundaba el corazón de los Apóstoles se ha comunicado a la muchedumbre.

El pesar de haber crucificado al “Señor de la gloria” ha domado el orgullo de estos judíos que acompañaron a Jesús en el camino del dolor, insultándole y maldiciéndole. ¿Qué les falta para ser cristianos? Conocer y creer, después ser bautizados. De en medio del torbellino del Espíritu Santo que les rodea, resuena la voz de Pedro y de sus hermanos: “El que fué crucificado y que resucitó de entre los muertos es el propio Hijo de Dios engendrado eternamente del Padre; el Espíritu que se manifiesta en este momento es la tercera persona de la única y divina esencia.” El misterio de la Trinidad, de la Encarnación, de la Resurrección, resplandece ante los ojos de estos discípulos de Moisés; – las sombras desaparecen para dar lugar al día clarísimo de la nueva alianza.

Ya ha llegado el día en que se cumpla la predicción de San Juan Bautista pronunciada a las orillas del Jordán y de la cual muchos se acuerdan: “Entre vosotros hay uno a quien vosotros no conocéis, de quien no soy digno de desatar la correa de su sandalia. Yo os bautizo en agua, El os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego” Con todo eso, este bautismo de fuego debe administrarse por el agua. El Espíritu, que es fuego, obra por el agua, pues él mismo se ha llamado “fuente de agua viva”. El profeta Ezequiel había saludado de lejos este momento solemne cuando expresaba de este modo el oráculo divino: “He aquí que derramaré sobre vosotros agua pura y os limpiaré todas vuestras manchas y seréis purificados de todos vuestros ídolos. Y os daré un corazón nuevo y pondré en medio de vosotros un nuevo espíritu. Y quitaré de vuestro pecho ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Colocaré mi espíritu en medio de vosotros, y os haré ir por la senda de mis mandamientos, y vosotros guardaréis mi ley; y seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”.
EL BAUTISMO
La profecía era manifiesta y la -hora en la cual venía el Espíritu era la misma en la que el agua iba a manar. Hemos visto en Epifanía cómo este elemento sobre el cual se cernía el Espíritu divino al principio del mundo recibe contacto con la carne del Hijo de Dios y cómo la paloma une su acción santificante a la del Hijo de Dios. Después hemos visto cómo la mano del Pontífice introducía en la fuente bautismal el sábado santo un cirio encendido, figura de Cristo, y oímos esta oración: “Descienda sobre esta fuente el poder y la gracia del Espíritu Santo.” Hoy la fuente purificadora extiende sus aguas sobre Jerusalén; la mano de Pedro y sus hermanos sumergen en este elemento sagrado a los hijos de Israel y tres mil son regenerados en estas aguas y hechos cristianos. ¡Qué hermosos son estos nuestros padres en la fe, en quienes veneramos las primicias del cristianismo! Más hermosos que los tres Magos que vimos bajar gozosos de sus camellos y penetrar en el establo para depositar a los pies del Rey de los judíos las místicas ofrendas de Oriente. Ahora se cumplen todos los misterios; nosotros hemos sido redimidos, Jesús está sentado a la diestra del Padre, el Espíritu Santo enviado por El acaba de llegar para quedarse con nosotros hasta el fin de los siglos. He aquí porqué se abren las fuentes de los Sacramentos. En este momento el Espíritu del Padre y del Hijo ha levantado el primero de los sellos y el agua bautismal corre abundante para no cesar hasta que haya regenerado al último de los cristianos que pase por la tierra.
LA CONFIRMACIÓN
El Espíritu divino es el “don del Altísimo”; los Apóstoles poseen este don; pero no lo deben retener sólo para ellos. Se abre otro sello y la Confirmación comunica a los neófitos el Espíritu Santo que ha bajado al Cenáculo. Por el poder que les ha sido dado» Pedro y sus hermanos, pontífices de la nueva alianza, comunican a estos hombres, por medio del Espíritu Santo, la fortaleza que necesitarán para confesar a Jesús, cuyos miembros serán para siempre.
LA MISA Y LA EUCARISTÍA
Pero los recién nacidos a la gracia no están divinizados bastante, aunque están ya marcados con un doble carácter; les falta recibir a Cristo, que instituyó los sacramentos, mediador y redentor que ha unido Dios a los hombres. Tiene que levantarse un tercer sello, para que, actuando el nuevo sacerdocio por vez primera por los Apóstoles, produzca a Jesús, Pan de vida, para que esta multitud hambrienta guste de este maná, que alimenta no sólo el cuerpo como el del desierto, “sino que da la vida al mundo”. El Cenáculo, perfumado aún con el recuerdo de lo que hizo Cristo la víspera de su Pasión, vuelve a presenciar el prodigio de que fue testigo. Rodeado de sus hermanos, Pedro pronuncia las palabras divinas que aún no habían pronunciado sus labios, y el Espíritu de amor produce entre sus manos el cuerpo y la sangre de Cristo. Se ha inaugurado el nuevo Sacrificio, que no cesará de ofrecerse todos los días hasta el fin del mundo. Los neófitos se acercan para recibir de manos de los Apóstoles el sagrado alimento que consuma su unión con Dios, por medio de Jesús pontífice eterno según el orden de Melquisedec.
MARÍA EN EL CENÁCULO
Pero no olvidemos que, en este primer sacrificio ofrecido por Pedro asistido por sus compañeros en el apostolado, también participa María de esta carne sagrada que ha tomado el ser en su seno virginal. Abrasada por el fuego del Espíritu Santo que había venido a confirmar en ella la maternidad para con los hombres que Jesús la había confiado en la cruz, se une en el misterio de amor a su Hijo amado que se ha ido al cielo y la ha encargado el cuidado de la Iglesia naciente. En adelante le recibirá todos los días hasta que también ella vaya al cielo para gozar eternamente de su vista, prodigarle sus caricias y recibir las suyas.

Qué dicha la de los neófitos que merecieron acercarse a tal reina, la Virgen Madre, a quien había sido dado el llevar en su seno castísimo al que era la esperanza de Israel. Contemplaron el rostro de la nueva Eva, oyeron su voz y experimentaron la confianza filial que inspira a los discípulos de Jesús. En otra época nos hablará la Iglesia de estos afortunados neófitos; no hacemos aquí más que recordar su dicha para demostrar cuán grande fue este día que vio el comienzo de la Iglesia. La jerarquía eclesiástica queda constituida en Pedro, Vicario de Cristo, en los Apóstoles y demás discípulos escogidos por Jesús. La semilla de la palabra divina fue echada en buena tierra, el agua bautismal regeneró lo más escogido de Israel, el Espíritu se les comunicó con su fortaleza, el Verbo les alimentó con su carne, que es verdadera comida, y con su sangre, que es verdadera bebida, y María les recibió en sus brazos maternales cuando acababan de nacer.

LOS DONES DEL ESPIRITU SANTO
Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger

Debemos exponer durante toda esta semana las diversas operaciones del Espíritu Santo en ía. Iglesia y en el alma fiel; pero es preciso anticipar desde hoy las enseñanzas que hemos de presentar. Siete días se nos han dado para estudiar y conocer el Don Supremo que el Padre y el Hijo han querido enviarnos, y el Espíritu que procede de ambos se manifiesta de siete formas a las almas. Es, pues, justo que cada uno de los días de esta semana esté consagrado a honrar y recoger este septenario de beneficios, por el que deben realizarse nuestra; salvación y nuestra santificación.

Los siete dones del Espíritu Santo son siete energías que se digna depositar en nuestras almas, cuando se introduce en ellas por la gracia santificante. Las gracias actuales ponen en movimiento simultánea o separadamente estos poderes divinamente infundidos en nosotros, y el bien sobrenatural y meritorio de la vida eterna es producido con el consentimiento de nuestra voluntad.

El profeta Isaías, guiado por inspiración divina, nos ha dado a conocer estos siete Dones en aquel pasaje en que, al describir la acción del Espíritu Santo sobre el alma del Hijo de Dios hecho hombre, al cual nos lo representa como la flor salida del tallo virginal que nace del tronco de Jessé, nos dice: “Sobre él descansará el Espíritu del Señor, el Espíritu de Sabiduría y de Entendimiento, el de Consejo y el de Fortaleza, el Espíritu de Ciencia y de Piedad; le llenará el Espíritu de Temor de Dios” Nada más misterioso que estas palabras; pero se prevé que lo que estas palabras expresan no es una simple enumeración de los caracteres del Espíritu divino, sino más bien la descripción de los efectos que realiza en el alma humana. Así lo ha entendido la tradición cristiana expuesta en los escritos de los antiguos Padres y formulada por la Teología.

La sagrada humanidad del Hijo de Dios encarnado es el tipo sobrenatural de la nuestra, y lo que el Espíritu Santo obró en ella para santificarla debe en proporción tener lugar en nosotros. Puso en el Hijo de María las siete energías que describe el Profeta; los mismos dones están reservados al hombre regenerado. Se debe notar la progresión que se manifiesta en su serie. Isaías puso primero el Espíritu de Sabiduría, y concluye con el Temor de Dios. La Sabiduría es, en efecto, como veremos, la más alta de las prerrogativas a que puede estar elevada el alma humana, mientras que el Temor de Dios, según la profunda expresión del Salmista, no es más que el principio y el bosquejo de esta divina cualidad. Se entiende fácilmente que el alma de Jesús destinada a contraer la unión personal con el Verbo haya sido tratada con dignidad particular, de suerte que el don de Sabiduría tuvo que ser infundido en ella de una manera primordial, y que el Don de Temor de Dios, cualidad necesaria a una naturaleza creada, fue puesto en ella como un complemento. Para nosotros, al contrario, frágiles e inconstantes, el Temor de Dios es la base de todo el edificio, y por él nos elevamos de grado en grado hasta esta Sabiduría que une con Dios. En orden inverso al que Isaías puso para el Hijo de Dios encarnado, el hombre sube a la perfección mediante los Dones del Espíritu Santo que le fueron dados en el Bautismo, y restituidos en el sacramento de la reconciliación, si tuvo la desgracia de perder la gracia santificante por el pecado mortal.

Admiremos con profundo respeto el augusto septenario que se halla impreso en toda la obra de nuestra salvación y de nuestra santificación. Siete virtudes hacen al alma agradable a Dios; por los siete Dones, el Espíritu Santo la encamina a su fin; siete Sacramentos la comunican los frutos de la encarnación y de la redención de Jesucristo; finalmente, después de las siete semanas de Pascua, el Espíritu es enviado a la tierra para establecer y consolidar en ella el reino de Dios. No nos admiremos de que Satanás haya tratado de parodiar sacrílegamente la obra divina, oponiendo el horroroso septenario de los pecados capitales, por los cuales procura perder al hombre que Dios quiere salvar.

EL DON DE TEMOR

En nosotros, el obstáculo para el bien es el orgullo. Este nos lleva a resistir a Dios, a poner el fin en nosotros mismos; en una palabra, a perdernos. Solamente la humildad puede librarnos de peligro tan grande. ¿Quién nos dará la humildad?: el Espíritu Santo, al derramar en nosotros el Don de Temor de Dios.

Este sentimiento se asienta en la idea que la fe nos sugiere sobre la majestad de Dios, en cuya presencia somos nada, sobre su santidad infinita ante la cual somos indignidad y miseria, sobre el juicio soberanamente equitativo que debe ejercer sobre nosotros al salir de esta vida y el riesgo de una caída siempre posible, si faltamos a la gracia que nunca nos falta, pero a la cual podemos resistir.

La salvación del hombre se obra, pues, “en el temor y en el miedo”, como enseña el Apóstol, pero este temor, que es un don del Espíritu Santo, no es un sentimiento vil que se limitaría a arrojarnos en el espantoso pensamiento de los castigos eternos. Nos mantiene en la compunción del corazón, aun cuando nuestros pecados fuesen perdonados hace mucho; nos impide olvidar que somos pecadores, que todo lo debemos a la misericordia divina y que sólo somos salvos en esperanza.

Este temor de Dios no es un temor servil; es, por el contrario, la fuente de los más delicados sentimientos. Puede unirse con el amor, porque es un sentimiento filial que detesta el pecado a causa del ultraje hecho a Dios. Inspirado por el respeto a la majestad divina, por el sentimiento de su santidad infinita pone a la criatura en su verdadero lugar, y San Pablo nos enseña que, purificado de este modo, contribuye “a completar la santificación” Así oímos a este gran Apóstol, que había sido arrebatado hasta el tercer cielo, confesar que es riguroso consigo mismo “para no ser condenado”.

El espíritu de independencia y de falsa libertad que reina actualmente hace poco común el temor de Dios, y esa es la plaga de nuestros tiempos. La familiaridad con Dios reemplaza a menudo a esta disposición fundamental de la vida cristiana, y desde entonces todo progreso se detiene, la ilusión se introduce en el alma y los Sacramentos, que en el momento del retorno hacia Dios habían obrado con tanto poder, se hacen estériles. Es que el Don de Temor de Dios se ha sofocado con la vana complacencia del alma en sí misma. La humildad se ha extinguido; un orgullo secreto y universal ha paralizado los movimientos de esta alma. Llega, sin saberlo, a no conocer a Dios, por el hecho mismo de que no tiembla en su presencia.

Conserva en nosotros, Espíritu divino, el Don de Temor de Dios que nos otorgaste en el bautismo. Este temor asegurará nuestra perseverancia en el fin, deteniendo los progresos del espíritu del orgullo. Sea como un dardo que atraviese nuestra alma de parte aparte, y quede siempre fijo en ella como nuestra salvaguardia. Abata nuestra soberbia y nos preserve de la molicie, revelándonos sin cesar la grandeza y la santidad del que nos ha creado y nos tiene que juzgar.

Temas de interés asociados al Pentecostés

La Oración y Los Apostoles de los Últimos Tiempos