Hijos de mi amantísimo Corazón:
Cuando peregriné en la tierra, todo el tiempo que viví sobre ella, traté y me esforcé de considerar la virtud del silencio. En mi infancia, en mi juventud y en mi adultez pasaba cultivando horas de silencio.
En mi niñez, en mi casa paterna, me retiraba al exterior, a un lugar solitario donde estuviera solamente con Dios y ahí me ponía en silencio a pensar en
Él.
En mi juventud, a pesar de los trabajos y quehaceres normales de la vida, dedicaba mucho tiempo al silencio y a la oración.
Cuando fui un hombre y trabajaba para sostener a Jesús y a María, dividía mi jornada en el trabajo, en la oración y en el silencio.
Queridos hijos:
El silencio es bueno. El silencio sana el alma y la mente. El silencio purifica el interior, los sentimientos y los pensamientos. El silencio permite ver a Dios.
Se puede estar enfrentando muchas tribulaciones y sufrimientos pero cuando se tiene el alma en silencio, Dios da paciencia, regala paz y, a pesar de todo, seguridad.
Cuando ustedes practican el silencio en los momentos más adversos de la vida humana encontrarán mucha paz y tendrán más claridad sobre lo que Dios quiere. Cuando están en silencio saben discernir el Divino Querer del Padre.
Es por eso apóstoles de los Últimos Tiempos que los invito a orar en el silencio, a practicar el silencio.
Todos los apóstoles de Jesús y de María deben amar el silencio, porque en el silencio se escucha al Padre, a la Madre y al Espíritu.
Como San José, el padre silencioso de Jesús, intercedo por todos ustedes y les doy la Bendición.
En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.