María, mi virginal esposa, de espíritu angélico, en su pensamiento reinaba la sabiduría, en su Corazón reinaba la caridad, en sus palabras reinaba la prudencia y el silencio, y en sus gestos reinaba la humildad.
Mi esposa María fue siempre simple, sencilla, mínima, evitaba en todo ser vista, ser atendida. La Madre del mundo servía, pero evitaba ser servida; amaba, pero nunca buscó ser amada; se entregó a todos en Dios, pero jamás reclamó nada para Ella misma. Todo le entregó, hasta su propio ser; se anonadó, se inmoló, se humilló profundamente, para no ser Ella, sino que en todo fuera Dios. Y mi Corazón humano, de hombre, de padre, de esposo, pero también de hijo, aprendió de Ella, la imitó, se consagró a Dios por medio de Ella.
Yo, vuestro Padre San José, viví en silencio, para contemplarla, para no perderla nunca de vista, para no dispersarme con el ruido y el pensamiento de la devoción, del amor y de la piedad, con la que María vivía en la tierra.
Ay, hijos, sus corazones aún están muy duros para contemplar y comprender la sensibilidad de María: su profundo amor y humildad. ¡Torre de Babel! destrúyanse, para que se levante la Torre de Marfil, la Torre de Gracia, ¡la Columna del Cielo!: María la humilde, María la silenciosa, María la servicial, y hasta que sus corazones se hagan muy pequeñitos, hasta que sus corazones aprendan a perdonar, hasta que en la familia vivan en paz, comprenderán la grandeza de María.
Lean a Sofonías en el capítulo uno. María, la humilde, y vuestro padre San José, vuestro protector, los bendecimos.
En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén. Ave María Purísima, sin pecado concebida.